La sordera es una discapacidad desconocida, a veces incluso invisible. Y así se presentó en nuestra vida, como una gran desconocida.
Fue en la escuela infantil donde nos alertaron que había algún problema. Aitana, con 14 meses no seguía los juegos, los bailes, y se aislaba en alguna de las actividades. Su screening auditivo, en el momento del nacimiento, había arrojado resultados normales. Por tanto, comenzamos a achacar ese comportamiento a algún tipo de déficit de atención. Pero el día que en casa se cayó un cuadro y nos dio un susto tremendo, nos dimos cuenta que ella no se había ni girado. No había dejado de mirar sus dibujos animados.
Y ahí entró la sordera en nuestra vida.
Los potenciales evocados que le realizaron, dieron el diagnóstico que nos temíamos: hipoacusia severo-profunda bilateral. Sordera total, un mundo en silencio. Nos dimos cuenta que nuestra hija era sorda cuando tenía 15 meses. Fueron los profesionales de la escuela infantil los que, gracias a su gran trabajo, se dieron cuenta de que algo no iba bien.
El equipo médico nos propuso el implante coclear como opción. A partir de ese momento, la sordera dejó de ser esa gran desconocida. Nos dimos cuenta que no teníamos que vencerla, sino dejarla entrar en nuestra vida para convivir con ella.
Con algo más de dos años de edad, Aitana fue operada en el Hospital Clínico de Valencia. Implante bilateral simultáneo. Y fue el momento en el que había que empezar a trabajar de verdad: estimulación temprana, logopedia, trabajo en casa. Una tarea contrarreloj para que los sonidos y el lenguaje empezaran a formar parte de la vida de Aitana.
Nos dimos cuenta que hasta ese momento habíamos tenido comunicación con ella, por supuesto. Pero una comunicación muy elemental, rudimentaria. Los implantes funcionaban, sus pasos eran cada vez más grandes, su vocabulario más amplio. Y esa comunicación pasó de ser elemental a ser cada vez un poco más completa, más recíproca.
Aitana estaba a unos meses de comenzar el ciclo de Educación Infantil, sus implantes funcionaban, pero estaba en plena fase de rehabilitación del lenguaje. Y nosotros sólo teníamos un objetivo: que ella pudiera comenzar el colegio, primer curso de infantil, con las suficientes herramientas para comunicarse con compañeros y profesores. Ser una niña más dentro del grupo.
A día de hoy, Aitana tiene 10 años, empezará en septiembre quinto de primaria en un centro ordinario, y convive con su sordera. Y seguimos con aquel objetivo que nos marcamos, que, aunque parezca obvio, es difícil de sumir e interiorizar: no tenemos que vencer a la sordera, sino que tenemos que aprender a convivir con ella.
Aitana acude a clase con su emisora FM, sus profesores están perfectamente informados de su evolución, y sus médicos y terapeutas están puntualmente informados de sus avances escolares. Entre todos hemos creado lo que llamamos “Equipo Implante Coclear”. Y todos y cada uno de los miembros de la familia, de la comunidad educativa y de los profesionales médicos y terapéuticos forman parte de ese equipo.
Porque si no es con el esfuerzo, colaboración y trabajo en equipo, Aitana no podría tener una plena vida familiar y social. Y a todos les estamos eternamente agradecidos.
Aitana sabe que tiene una diferencia respecto de sus compañeros, y ha entrado en una edad en la que se pregunta por qué ella ha de llevar implantes, y si son para toda la vida. Se siente diferente, y lo es. Pero, ¿quién no lo es?. Todos tenemos características especiales, cosas que nos gustaría que no existieran. Pero eso también nos forma como individuos, el aprender poco a poco a aceptarlas y convivir con ellas.
Y hay algo que nos maravilla. Aitana, además del colegio, asiste a multitud de actividades fuera de él: atletismo, manualidades y escuelas vacacionales. Y allá donde asiste por primera vez, informamos a los responsables de la sordera de Aitana, les aportamos unos pequeños consejos y les decimos que ella es una más. Si necesita ayuda la pedirá. Y nos asombra cómo una diferencia en un niño humaniza al resto del grupo. El resto de niños se da cuenta de que el mundo es diverso, que existen peculiaridades y aprenden también a aceptarlas y convivir con ellas. De un modo muy natural.
Y ocurre que la peculiaridad de un niño hace que el resto se eduque en la diversidad, formando personas mucho más tolerantes.
Un niño con sordera no necesita ningún privilegio ni tratamiento especial. Sólo que se den las condiciones adecuadas para estar en la misma línea de salida que el resto de niños.
Y como la sordera es una gran desconocida, somos las familias quienes tenemos que trabajar para que todo el mundo que convive con nuestros hijos lo vea así.
Y de ese modo, todo fluye.
Loles Sancho
consultora de Marketing Digital, runner y mamá
www.lolessancho.com
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